Mirar para ver: de John Berger a Lars Jonsson
Robert Capa decía que "si una fotografía no es buena es que no estás suficientemente cerca". Fotografiar esta escena que observé, y que ilusamente he intentado dibujar, exigiría cumplir al menos dos requisitos: acercarme lo suficiente y contar con una buena cámara. Sin el segundo requisito, el primero exigiría habilidades camaleónicas y tiempo (una acción tan curiosa difícilmente se extenderá más allá de unos pocos minutos).
Quedan, entonces, la mirada propia y la ilusión, la vana fantasía (es decir, la vanidad), de plasmarla sobre un papel, con letras o trazos. Y la esperanza de haber mirado a la "distancia justa", como añadiría el gran John Berger, sin quedarnos ni demasiado lejos ni atrapados por el "modelo". Con la idea de "mirar como si fuera la primera vez", pero "sin desdeñar lo aprendido a lo largo del camino de la experiencia y de la vida" ("Ways of Seeing", 1972), con el objetivo de "ver por nosotros mismos".
En la naturaleza, una persona con un mínimo de interés y sensibilidad aprende a mirar. Y entonces comienza a ver, hasta el punto de que, a veces, se sorprende a sí misma al orientar sin motivo aparente su mirada a un punto exacto y ver, justo allá, un halcón posado, un rabo de nube o un rayo de luz cruzando el bosque. Una mirada «entrenada». Dibujar escenas de la naturaleza implica una experiencia consciente de ver.
Y dibujar es, precisamente, observar con suficiente detenimiento, descubrir. En su crónica sobre el magnífico pintor de pájaros Lars Jonsson ("El País Semanal", 22 de marzo de 2020), el periodista Jacinto Antón arrancaba la entradilla con estas cuatro palabras: "El poder de observación". Y es que dibujar "te fuerza a mirar, a diseccionar lo que ves y a unirlo en tu imaginación" (J. Berger), tras pasarlo por "tu propio almacén de observaciones pasadas". Así que pintar de memoria es también pintar todo lo que ya has visto (copiar también, aprender, copiar, lanzarte), lo cual incluye, por supuesto, miles de dibujos y pinturas, y fotografías, realizadas por otras personas, obras ya dibujadas y pintadas, fotografías ya plasmadas, no solo lo que tus ojos han visto en la naturaleza. Algo parecido a escribir.
En "Berger on Drawing" (2005), el escritor, crítico de arte y pintor británico dice una cosa muy bonita: "Los dibujos, aunque incluyen, o tratan de incluir, una presencia, se ocupan de la ausencia". Así que también despiertan la nostalgia.
Pero, evidentemente, dibujar es mucho más, o mucho menos. Algo más sencillo y vital, pura práctica, cero teoría: es simplemente deslizar un lápiz, relajarse, concentrarse en mil detalles o dejarse llevar en cuatro trazos, a vuelapluma. Disfrutar.
Y, si seguimos las enseñanzas de Lars Jonsson, menos es más, mejor quitar cosas que poner demasiadas. Buscar la luz.
Tras la aventura de Jacinto Antón con el pintor de pájaros sueco, este nos regala, además, otro excelente consejo y una filosofía de vida: "Conocer un ave es sobre todo observarla. Pero no mirar media hora y dibujar, sino hacerlo seguido: mirar, dibujar, mirar, dibujar. Cada vez que dibujas un ave aprendes algo. No pintes lo que sabes, pinta lo que ves. Es mejor pintar 10 pájaros mal que uno mediocre. Pinta, pinta. No debes tener miedo a hacerlo mal". Lo que nos trae hasta esta escena situada cerca de la carretera de Urraki, entre Azpeitia y Tolosa, a principios de este otoño.
Dos córvidos, dos cornejas negras, y un ave rapaz, un busardo ratonero (o ratonero común).
Las cornejas (Corvus corone) son esos inteligentes seres alados de traje negro y reflejos metálicos que la mayoría llamamos cuervos (Corvus corax). Córvidos ambos, primas-hermanas, pero, entre otras diferencias, un cuervo habría cuando menos igualado en el dibujo el tamaño del águila.
Esta escena es inusual, normalmente no interactúan de este modo. Con sus pollos en el nido, no es difícil ver a una pareja de cornejas hostigando en vuelo a un águila hasta expulsarlo del "espacio aéreo" que los córvidos controlan y defienden durante la nidificación. Pero un momento de contacto tolerado y tranquilo como este, de forma tan cercana y sin señales evidentes (sonoras o gestuales) de alarma u hostilidad, mirándose, o midiéndose serenamente, es muy poco habitual, aunque haya tenido lugar en otoño y, por lo tanto, sin polluelos que proteger.
A no ser que coincidamos con un estudio realizado por Amlaner C.J. y Ball N.J. en 1983, para quienes buena parte de la labor de defensa territorial de las cornejas consiste, simplemente, en posarse de forma visible en lo alto de un árbol. Pero se referían a un solo ejemplar posado en la copa de un árbol, que las cornejas convierten habitualmente en atalayas de vigilancia; en ningún momento observaron nada parecido a la acción reflejada en este dibujo, dos cornejas aparentemente interesadas pero tranquilas y un ave rapaz impasible a un metro escaso de distancia.
Me encantan las cornejas, aves con un simbolismo interesante en muchas culturas (aunque demasiadas veces injustificadamente oscuro); aves de una inteligencia sorprendente, sin corteza cerebral pero con una red neuronal que a veces parece funcionar de forma similar a la nuestra; aves capaces de imitar los sonidos de otras aves, incluso la voz humana; animales capaces de crear grupos sociales cooperativos.
Siglo y medio antes de que llegaran los primeros estudios científicos sobre la inteligencia de los córvidos, Edgar Allan Poe colocó sobre el dintel de la puerta de su casa un cuervo posado sobre un busto de Atenea, diosa de la sabiduría y de las ciencias para los antiguos griegos (además de la navegación, las artes, los oficios, la justicia y la educación, entre otras muchas cosas, incluida la guerra).

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