Juntando letras (El valle escondido)
Pese a las indicaciones de la señora Zimmer, nos despistamos un par de veces. Bueno, tres. No era fácil orientarse en un terreno ondulado aparentemente sin fin y vestido de bosques profundos y desconocidos, donde la hojarasca rebozaba desvíos y las enredaderas desayunaban señales.
Juro que llegué a vislumbrar dos pájaros carpinteros que taladraban furiosos la única letra que quedaba de lo que sin duda fue una bonita señal rústica de orientación. Una «H», me pareció. Solo su gorra roja sobre su verde traje los delató en aquel fondo de musgo y hiedra. Imaginé que les habían llamado para un servicio urgente. Pero, ¿quién? Parpadeé con fuerza. No me atreví a comentarlo.
Apenas circulaban coches. En ningún sentido.
A nuestra derecha, una patrulla de nubes bajas fisgoneaba desde un claro abierto por un enorme abeto blanco caído.
A los cincuenta minutos, incluso el embrujo que Sara sentía por el bosque prodigioso comenzó a flaquear.
— ¡Mami, papi, un túnel!
La vista de halcón de Nikki había descubierto una rendija en el horizonte. Sara abrió los ojos y yo traté de enfocar la mirada. Ante nosotros se abrió, poco a poco, un hueco entre los árboles que, estaba seguro, volvería a cerrarse en primavera. Apenas un resquicio. Una entrada. O una trampa.
Cuando salimos a la luz, surgió ante nosotros un pequeño valle escondido, preñado de prados y promesas de frutales y frutos del bosque y campos de cereal y recuerdos de la espesura, como islas aquí y allá. Y un riachuelo cantarín.
El sol señaló el camino con un haz de luz mañanero y en la suave ladera tendida al sol emergió entre retazos de neblina azulada un pueblo cuyo antiguo nombre fue olvidado siglos atrás.
Lo llamaban, simplemente, Heim, Hogar.
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